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O Opinión

La Iglesia en su laberinto

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El tema exige claridad: la declaración Fiducia Supplicans del Vaticano sobre el asunto de las bendiciones ha provocado un auténtico terremoto en la Iglesia católica a nivel global. El documento realizado y promovido por el nuevo cardenal jefe del dicasterio de la Doctrina de la Fe, Víctor Fernández, ha abierto como pocas veces un álgido debate en los diversos márgenes de pluralidad eclesial en el mundo.

La situación parecería simple y mediáticamente padece de un grave reduccionismo, lo cual limita la lectura a una confrontación casi pueril entre dos posturas irreconciliables: abrazar dogmáticamente toda postura del Papa o declararlo directamente herético. Esta percepción divide ahora mismo a grandes sectores católicos y radicaliza las argumentaciones de ambos extremos: unos que, en un corporativismo zalamero, llaman a mantenerse fieles al pontífice hasta la ignominia y otros que, desde el empíreo de su impostada pureza, claman por su defenestración y la abolición de todo rastro del magisterio bergogliano.

Sin embargo, en el amplio espectro intermedio a estas dos posturas radicales, el catolicismo quizá vive –como pocas veces en los últimos años– una intensa, prolífica, plural y actualizada reflexión sobre cuál es su papel en el mundo, cómo debe cumplir con misión trascendente, qué valorar de su evolutiva y adaptativa tradición bimilenaria, y cuál es el auténtico e inmarcesible tesoro dogmático que tiene entre sus manos. Es improbable que el actual jefe del dicasterio de la doctrina de la fe intuyese que su documento –ciertamente provocador– iba a despertar tantos efectos en el mundo entero; pero en las últimas décadas no se había visto un espíritu tan participativo de los obispos, sacerdotes y laicos con estudios eclesiásticos especializados para producir opiniones, análisis y documentos de índole pastoral y disciplinar respecto a lo desatado por Fiducia Supplicans.

La declaración del dicasterio de la Santa Sede claramente es debatible y, de hecho, es parte de la nueva misión que la reforma vaticana le impuso a dicha oficina que en otras épocas fue la Santa Inquisición o el acicate político contra el pensamiento teológico divergente. El papa Francisco se lo expresó con claridad al nuevo 'guardián de la fe': "La mejor manera de cuidar la doctrina de la fe es hacer crecer su comprensión [...] un crecimiento armónico preservará la doctrina cristiana con más eficacia que cualquier mecanismo de control". 

En el fondo, por tanto, resulta muy positivo que se debata incluso con pasión sobre las razones o equívocos de homologar como "parejas en situación irregular" a las relaciones erótico-afectivas entre un hombre y una mujer sin sacramento matrimonial con las relaciones erótico-afectivas entre personas del mismo sexo; es positivo y necesario que se reflexione crudamente sobre la acción performática de la bendición ministerial que ritualiza dentro y fuera de cualquier templo un estatus de gracia y ejemplo público; y es aún más necesario debatir sobre si la Iglesia debe limitarse a una función dicotómica para validar o condenar, aprobar o condenar, premiar o castigar, santificar o excomulgar desde la cúspide de una atribuida perfección que le permite juzgar a todos mediante el uso de la razón y la ley; o, por el contrario, debatir si la Iglesia debe centrarse en expresar la caridad irracional para, desde sus propias flaquezas y miserias, pueda acompañar y discernir, escuchar y relatar, abrazar y cuidar ahí donde estén y tal como se encuentren los prójimos necesitados.

El documento por sí mismo trae consigo retos que ya se advierten en diferentes ámbitos: la bendición de parejas gay, por ejemplo, puede ser un tema de interés en países occidentales, con tradiciones políticas y económicas del liberal capitalismo, globalizados y consumistas; pero son evidentemente anatema en regiones (como en varios países africanos, naciones bajo leyes islámicas y tradiciones orientales) donde cualquier manifestación pública lésbico-gay es castigada por las autoridades civiles. O, en los tribunales eclesiásticos, la bendición de parejas heterosexuales fuera del sacramento matrimonial cuestiona ámbitos de discernimiento para la sentencia canónica en procesos de declaración de nulidad matrimonial.

El documento movilizó (con diferentes intenciones) a ciertas parejas homosexuales que, cual si fuera un derecho ciudadano o de consumo, han comenzado a exigir bendiciones pontificias y episcopales bajo amenaza de denunciar por discriminación a los ministros que no cumplan sus demandas en sus propios términos y como objeto de privilegio. El documento también evidenció a ministros y activistas que consideran la fe y el acompañamiento espiritual como un acto político o propagandístico, desnudó a los ritualizadores de toda intimidad y a los injuriantes pendencieros; pero, sobre todo, consternó a todos los que confunden el dogma con la disciplina o la disciplina con la caridad.

En efecto, la Iglesia católica universal se encuentra en una auténtica discordia pero, a diferencia de las rupturas históricas alimentadas por condiciones políticas o económicas, el actual conflicto tiene un horizonte enriquecedor en perspectiva. Enriquecedor respecto a lo que quizá durante muchos años se burocratizó o se racionalizó excesivamente: el misterio de la bendición divina y la presencia mística de Dios en la vida íntima, personal, comunitaria y cotidiana. Sin esa dimensión mística, tanto la petición de bendición como la facultad de bendecir son sólo palabras vacías. Algo así explica Lope de Vega: “Anduve de puerta en puerta / cuando a vos no me atreví; / pero en ninguna pedí / que la hallase tan abierta”.