“No vine a traer la paz, sino la guerra [la espada]”, nos dijo Jesús, “signo de contradicción”. ¿Cómo es eso? ¿Qué su mensaje no era de paz? ¿De dónde la guerra, la espada? O qué ¿nos preparamos los cristianos para pelear, nos armamos hasta los dientes, como se dice? Todo tiene su lugar, y para todo debemos estar preparados.
Cuando el pequeño Jesús fue presentado en el templo, Simeón, que allí se encontraba, por inspiración divina lo dijo a su madre: que ese niño venía “para ser signo de contradicción”.
Tal como dijo también Jesús: “la paz os dejo, mi paz os doy”, algo que hacía en cada encuentro con sus apóstoles tras su resurrección: “que la paz sea con ustedes”, un saludo que nosotros debemos repetir a los que amamos y como Él lo pide, cuando lleguemos a una casa.
Cuando el Señor habla de su paz, se refiere a la paz interior, con uno mismo, con Dios y con el prójimo. Nadie puede estar en paz con Dios si no tiene paz interior, en su alma; tampoco puede estar en paz con su prójimo si no lo está con el Señor, (la amargura contagia y nubla la mente). Por eso, al dejarnos la paz, agregó: “no se la doy a ustedes como el mundo la da. No se turbe su corazón ni tenga miedo”.
Para el bien, sólo podemos dar lo que hay en el corazón: si hay paz, damos paz, si hay desosiego, amargura, indiferencia u odio, difícilmente tendremos algo bueno que dar.
Hasta aquí podemos estar de acuerdo, muy bien, pero ¿qué hay de la espada, la guerra?
Primero que nada, Jesús lo que advertía que por su palabra, habría conflictos aún dentro de las mismas familias, pues sabía que unos la aceptarían y otros no, unos la pensarían de una manera y otros al contrario. La “espada” es su palabra.
La guerra… esa viene de fuera; Dios, su Iglesia y sus ovejas en comunidad y como individuos, de alguna forma vivimos en un frente (o varios) de guerra. La guerra no la orquestamos nosotros, es un combate del maligno y de sus seguidores (estén o no conscientes de serlo) contra Él y por tanto contra nosotros.
La Iglesia católica, y el cristianismo en general, están siendo objeto de muchos ataques, en su camino de predicación a favor de la dignidad de la persona humana, de la vida, la familia, el matrimonio y muchos otros valores fundamentales de la humanidad. Predicar a Dios y su doctrina enfurece al ateísmo militante.
Sus enemigos magnifican la debilidad de algunos cuantos sacerdotes, ignorando deliberadamente las grandes obras de caridad, de ayuda al próximo, de educación y de predicación de la Verdad, que hacen miles de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos en la Iglesia Católica.
Como muchos de sus predecesores, Benedicto XVI no cesó de ser vilipendiado, agredido por no importa qué haya dicho o hecho, al igual que el Papa Francisco y León XIV también lo será. La guerra contra la Iglesia y contra su pastor en Roma, del heredero de la silla de San Pedro (primer Papa), no cesa.
Quien busca el bien, quien predica el amor al prójimo, quien lo demuestra con obras de misericordia a través de los cinco continentes, es mal visto por los partidarios del mal, de la cultura de la muerte. El bien, de palabra y obra, la lucha por la justicia social y los derechos humanos, que el catolicismo hace, ha hecho y seguirá haciendo más que ninguna otra organización humana, es objeto de guerra.
Por eso estamos en una gran contradicción los seguidores del Señor. Buscamos la paz, la ofrecemos, y a cambio los enemigos de Dios y del cristianismo nos hacen la guerra. Y esta guerra continuará hasta el fin de los tiempos, cuando vendrá de nuevo Jesús “con gran poder y majestad”, y entonces terminará y reinará la paz, eternamente. Es absurdo que, “en nombre de Dios”, seguidores de cualquier fe ataquen y maten al prójimo sólo por ser creyente de otra religión.
De esta forma, el cristiano debe vivir en paz interior, con su Señor y con su prójimo, a sabiendas que en vez de arma que mata, su fuerza en la guerra de la que es objeto es la fuerza del amor, el arma de la palabra y de las obras a favor de los que algo necesiten, desde conocimiento de Dios o consuelo hasta pan, vestido y cobijo.
Jesús no vino a hacer la guerra, pero su venida a este mundo traería la guerra contra Él, sus pastores y sus rebaños, por eso nos lo advirtió: "los envío como ovejas en medio de lobos". Pero lo que sí trajo para quienes le sirven y le aman es SU paz, esa que debemos reconocer, recibirla con gran deseo, disfrutarla, vivirla y hacerla extensiva a quienes nos rodean, con aquellos con quienes de alguna manera tenemos contacto.
Debemos pedir al Señor que traiga esa paz suya al corazón de todos los hombres, para que, cada vez más, aquellos alejados de Él y quienes le combaten, dejen atrás su indiferencia o su odio, la reciban, la acepten y descubran la maravilla, psicológica y espiritual, de disfrutar de esa paz cristiana interior y comunitaria.
Como la paz que nos dejó, que nos da es del alma, no “como el mundo la da”, podemos tener paz interior aún en medio de la guerra. Que la paz sea con todos nosotros.