En su obra Diplomacy (1994), que estoy leyendo en francés en estos días de vacaciones (Diplomatie, París, Fayard, 1996), Henry Kissinger afirma que hay dos tipos de política exterior: la guiada por ideales nobles y la conducida por interés nacional. En el siglo XVII ve reflejados ambos estilos, respectivamente, en el emperador Fernando II de Habsburgo y en el cardenal Richelieu, primer ministro del rey Luis XIII de Francia.
Es sabido que Kissinger, como Secretario de Estado de los presidentes Richard Nixon y Gerald Ford y también como asesor de seguridad de Nixon, se sumó al segundo modo de hacer política, aunque en lo que llevo leído de este libro parezca admirar a políticos del primer grupo, como Woodrow Wilson, presidente de Estados Unidos cuando se firmó el Tratado de Versalles de 1919, que dio paso a la paz tras la Primera Guerra Mundial.
En el primer tipo de política exterior, un gobernante piensa en clave de humanidad, mientras que en el segundo lo hace en clave de nación.
Fernando II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, rey de Bohemia y rey de Hungría y Croacia, entre otros títulos, era un católico convencido y trató de orientar su política exterior como despliegue de su Iglesia frente al protestantismo, para él nefasto, lo que condujo a la sangrienta Guerra de los Treinta Años (1618-1638). Lo bueno de este primer modo de hacer política es que uno tiene ideales, sentido ético, preocupación por la humanidad; lo malo es que esa utopía es a veces incompatible con otras, y de ahí se puede ir al absolutismo, y de este a la guerra. En política no se puede perseguir una utopía sin un cierto consenso previo.
En el segundo tipo, el fin es el éxito de mi nación (en aquel tiempo, de mi reino), y para lograrlo cualquier medio es bueno, incluso convencer a un rey católico para que apoye a otros soberanos protestantes frente a nuestro enemigo católico, como hizo Richelieu. En esta postura se suele buscar un equilibrio internacional que beneficie a nuestra nación, pero no hay en ella una verdadera preocupación por la humanidad.
Mutatis mutandis, en nuestro siglo hemos tenido estas dos posturas, la primera en franca crisis (sería el estilo de Josep Borrell y de Ursula von der Leyen en la Unión Europea, siguiendo la estela de Jacques Delors), la segunda en pleno auge (Vladimir Putin en Rusia, Donald Trump en Estados Unidos, Benjamin Netanyahu en Israel, Xi Jinping en China). ¿Cuál es la correcta?
Personalmente, creo que en política hay que combinar ambas posturas: por un lado, conviene tener un cierto ideal de humanidad (cuanto más consensuado, mejor) más allá de los intereses de esta o de aquella nación, pero, por otro, un gobernante debe sentirse responsable del bienestar de esa parte de la humanidad que gobierna en su propio país. El buen gobernante es aquel que busca el bien de la humanidad sin perjudicar los intereses de su país y que, al mismo tiempo, gobierna su país sin violentar la humanidad. Actualmente estamos lejos de ese horizonte, pero recordarlo nos acerca a él.
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San Ignacio de Loyola
Este 31 de julio, no puedo dejar de recordar a San Ignacio, uno de los santos que más ha marcado mi vida. El santo de Loyola supo articular la mística con la praxis. Sus Ejercicios Espirituales, gestados con sudor y lágrimas durante once meses en la cueva de Manresa (1522-1523), dan testimonio de su altura espiritual y al mismo tiempo de su conocimiento de los entresijos de la psicología humana, mientras que la historia de la fundación de la Compañía de Jesús y de su gobierno como primer General de la Orden hacen patente su inteligencia para lo práctico. Pocas figuras de la Modernidad han combinado con tanta altura estas dos dimensiones.
Los jesuitas y los cristianos que nos sentimos ignacianos estamos llamados a vivir esta doble vocación: profundizar en la experiencia espiritual para descubrir al Dios que nos sale al encuentro en el camino de la vida y, al mismo tiempo, preguntarnos que espera hoy de nosotros aquí y ahora y dar respuesta a ello de manera práctica y eficiente.
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Gaza (II)
Israel está llevando a cabo un genocidio en Gaza y la comunidad internacional no reacciona. Allí se ha estrenado una nueva arma: el hambre.
Han muerto más de 60.000 palestinos, aunque ya dije en mi Pensamiento Sabático 25 (“Gaza”) que la cantidad podría ser en realidad mucho más elevada. Parece ser que también han fallecido bajo fuego israelí 1.600 médicos y enfermeros, 310 trabajadores de la UNRWA (la Agencia de la ONU para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo), 120 académicos y 232 periodistas. Hay que hacer algo. No puede ser que sigamos contemplando con los brazos cruzados esta masacre descomunal.
Seguiré, espero.