En la vida diaria pasamos frente a personas que parecen invisibles, no porque no se vean, sino porque no se miran como personas. Los ejemplos sobran, pero mencionaré algunos. Los conductores del transporte público, uno sube a un autobús y lo ve casi como si fuera parte del vehículo.
He visto fotos publicadas en Facebook de choferes de camiones urbanos de Monterrey, algunos de sí mismos pero la mayoría de sus padres que ejercían ese oficio y lo muestran con orgullo filial. Y eso me hace pensar que sin ellos, que pueden levantarse en la madrugada o dormir en las estaciones de sus unidades para empezar a transportar gente digamos a las cinco de la mañana pero son ignoradas por sus pasajeros.
Veo a personas que hacen el aseo en edificios o condominios, o hasta en la calle y se pasa frente a ellos como si no existieran. Guardias, policías de edificios y oficinas que ven circular personas que ni voltean a verlos, quizás pensando que “es su trabajo”, pero no los toman en cuenta como lo que son: ¡personas!
Podemos visitar un hogar y ver a quienes hacen las tareas de servicio doméstico y pensando que solamente “para eso están” se les ignora en favor completo de la familia que se visita. Esos servidores parecen invisibles, como maquinitas de trabajo pero como son “gente sencilla” se les ignora. Mal, muy mal.
Hay una historia de Paul Newman que en la víspera de la navidad de 1983, llegó a un refugio en Manhattan a dar de comer a los necesitados que allí llegaban, llevando él mismo comida, y cuenta la historia que al servirle sopa a un hombre éste lloró de alegría. Paul se sentó a conversar con él y después ese hombre dijo a otro comensal refugiado: “Me hizo sentir que existía”.
Y ese es el quid: debemos hacer sentir que existen a quienes hacen tareas humildes y que nos cruzamos con ellos en el camino sin tomarlos en cuenta como personas, que aprecian mucho si en cambio sí les tomamos en cuenta. Es la oportunidad de sentirnos como compañeros de la humanidad, en buen sentido religioso como si fueran, que lo son, hermanos hijos de Dios. A veces hasta dar una simple limosna a un necesitado en la calle, agregar a unas monedas un “que Dios le bendiga”, les hace sentir mejor, que no son alcancías, sino personas.
¿A dónde voy? A que si a cada una de esas personas “invisibles” las volvemos visibles y les damos desde un simple saludo de buenos días, o tardes o noches, se sentirán que para nosotros, existen, que se les ve como personas y no como cosas. A veces unos segundos nada más de conversación intrascendente bastan para que esas personas puedan pensar de nosotros: “Me hizo sentir que existo.”
La práctica de saludar a los “invisibles” vueltos visibles como personas que hacen su trabajo se refleja en sus rostros, me consta, muchas ocasiones, en su mayoría, pues en el mundo, sobre todo en las grandes ciudades acostumbradas a estar allí sin convivir hay de todos los estados de ánimo y sentido de convivencia, aún instantánea.
A veces, la mayoría, quienes laboran con cara larga, o de fastidio o cansancio, con un solo “hola, cómo está, buenas tardes” su semblante cambia mucho o poco reflejando que se saben vistos como personas, como seres humanos por quienes les dedican unos segundos, para hacerles sentir que existen, que son personas y no cosas, máquinas o parte del escenario, y responden a veces hasta con entusiasmo: ¡gracias, igualmente, buenas tardes!”.
Que hay amargados que ni responden, los hay, pero son la minoría y nuestros saludos no nos quita nada. A los demás, los invisibles que no gustan de serlo, les encantará comprobar que para algunas personas, las que llevan paz interior y aman a sus semejantes, les importan, les hacen sentir que existen, y hasta que al menos para alguien, otro ser humano, son importantes, simplemente por ser personas y estar allí presentes.

