Lo descubrí una mañana de repente. Debió haber sido la tarde anterior, pero un olvido imperdonable me orilló a escucharlo con mayor atención esa mañana de calor extremo y próxima al final del curso escolar.
No recuerdo bien si era martes o miércoles. Disculpas por el dislate. Estaba yo cursando el sexto año de primaria, hace ya más de 45 años. La maestra Luz Elena Alvarado -excelente profesora que me impartió cuatro años de los seis de la primaria en la escuela Ángel Castellanos- nos recordó antes de salir esa tarde que leyéramos de la página 120 a la 124 del libro de Lecturas de Español para poder resolver el examen del día siguiente. Nos lo repitió otras cuatro veces.
Esa tarde me dediqué a ver la televisión. La señorita Cometa y los Monstruos del espacio, y ya a la puesta del sol rematé con los Autos locos. Feliz de la vida, comí la ración correspondiente de chachitos con leche helada. Seguro que había hecho lo que debía, dormí opíparamente.
A la mañana siguiente, desayuné un platón de avena con plátano y una concha de chocolate. Estuve a tiempo para el examen.
La cara se me descompuso cuando la maestra Luz Elena preguntó que cuántas veces habíamos leído las páginas obligatorias. Sudé gruesas gotas que cayeron por entre mis mejillas e hicieron un charco espeso en el piso en el que nadaban los despojos de mi desmemoria. Bueno, no tanto, pero sí que me asusté.
Pero la bondad de la maestra llegó en buen momento. “Leeré todo el texto para que lo recuerden”. Bendita maestra. Puse atención doble y así pude responder dignamente el examen.
Las páginas 120 a la 124 contenían aquel texto de bellísimos párrafos en los que Gabriel García Márquez se solaza describiendo Macondo.
Fue mi primer contacto con el escritor colombiano. Quedé prendido. Leí nosécuántasveces aquel texto de Macondo durante aquellas tardes eternas de sopor vespertino. Realismo mágico, leí varios meses después sin acabar de entender lo que significan estas dos palabras que expresaban tan bien la magia de las frases sin fin del autor.
En secundaria tuve en mis manos Cien años de soledad. Lo fui leyendo a sorbos, haciendo comentarios con mi amigo Luis Raúl Herrera, permanente beatlemaniático y más dado a Cortázar que a García Márquez.
Estaba encantado con la historia de los Buendía, y enredado con los familiares que se enredaban entre ellos haciendo del caos familiar un deleite literario. Comencé por un cierto cortejo con Remedios Moscote. Veía al coronel Buendía enfundado en su traje militar y a José Arcadio dirigir todo ese pueblo que iba creciendo a la vera del río y de los manglares.
Sufría el calor de la ciénaga tan bien como se describía en el texto que varias veces tuve que levantarme de mi propia cama al sentir -lo juro- que nadaba en mi propio sudor.
Mientras, sorbo a sorbo, iba consumiendo las decenas y decenas de páginas de Cien años de Soledad.
No pocas veces, mi madre gritaba lo que gritan las madres santas. “Apaga ya esa luz que mañana no podrás levantarte”. Y yo seguía leyendo bajo advertencia hasta que terminara el capítulo y como no llegaba, le seguía hasta que la paciencia maternal alcanzaba su límite.
Por la tarde, divertido, daba rienda suelta a las historias de Macondo y los Buendía. Regresaba páginas atrás cuando no entendía dónde me había perdido. Cien años de soledad me acompañó por alrededor de seis meses completos. Seis meses inolvidables.
Algunos años después, luego de otros textos de García Márquez, volví a Cien años de soledad. Un poco más maduro pude disfrutarlo de otra manera. Descubrí la riqueza del lenguaje, la viveza de las expresiones, la trama sin fuga de la narración subyacente, y siempre siempre los extraordinarios dotes de ir describiendo con una pluma excelsa cada escena y cada paisaje.
Cien años de soledad hizo que me adentrara a conocer a García Márquez. Disfruté La Hojarasca y El amor en los tiempos del cólera. Leí sin dar tumbos Vivir para contarla, que me regaló René Molina, mi primo. Abraham Morales me prestó Relato de un náufrago y reconocí la hábil pluma del periodista. Y caí rendido con los Doce cuentos peregrinos, que fue lo penúltimo que leí. No pude con lo último: Memorias de mi putas tristes, que no me convenció ni descubrí allí el esplendor del colombiano.
No he querido leer En agosto nos vemos. Y contrario a mi costumbre, sí me atreví a ver la primera temporada de la serie de Cien años de soledad.
Si no fuera por los compromisos que tengo de lecturas, volvería a tomar este texto maravilloso. Seguro que vería otros puntos que en mis lecturas anteriores no he podido admirar. Porque así es la belleza de Cien años de soledad.
Ojalá que este texto lo pudiera leer la maestra Luz Elena Alvarado. Que su hijo Carlos o Daniel, mi amigo de siempre, puedan ser el enlace para hacer de la lectura el pretexto exacto de una buena plática para con ellos, con otros y con la maestra recordar la historia.
Nos leemos la próxima, con o sin vino tinto. ¡Hay vida!