La gran pregunta, tras la muerte de Francisco y la orante espera de que el Colegio Cardenalicio elija al próximo pontífice que acompañe a la Iglesia en este agitado siglo, es si la impronta que Jorge Mario Bergoglio ha dejado, como primer pontífice latinoamericano y jesuita, ha sido suficientemente clara como para orientar el rumbo que la Iglesia católica habrá de tomar en los oleajes de este atormentada era.
Es decir, qué tarea el papa Francisco deja al vasto y diverso mundo católico y a las personas de buena voluntad que, en estos días, han reconocido que incluso alejadas de la fe y la religión, el pontífice argentino parecía haberles hablado en su lenguaje y en sus urgencias personales y sociales.
Por supuesto, no parece haber una respuesta simple, porque el Evangelio es una noticia viva, actual y, muy probablemente, como siempre ocurre, esa realidad nos propone escenarios con muchísima más sorpresa y asombro que toda nuestra más ferviente imaginación. Sin embargo, creo que Francisco sí ha planteado una responsabilidad que debe ser asumida hacia adelante; y no la expresó con palabras sino con puro ejemplo.
Hace tiempo, un colega me contó una anécdota: Había sucedido en su juventud junto a un sacerdote jesuita en México. El religioso, junto con unos estudiantes, había visitado una comunidad rural y, de vuelta a la ciudad, les sugirió detenerse a descansar en una laguna que el religioso recordaba de su propia adolescencia con ilusión. Al llegar, el sacerdote –según relató mi amigo– se decepcionó porque el lirio acuático había invadido casi la totalidad de la laguna. Mi colega dijo que el sacerdote tomó el automóvil, acudió al pueblo más cercano y pidió prestadas palas, azadones y horcas; regresó a la laguna y les pidió ayuda a los jóvenes para limpiar la laguna. Estuvieron bajo el sol durante horas. En algún punto, mi amigo le reclamó al jesuita sobre la inutilidad de su esfuerzo: durante horas habían paleado lirio sobre lirio y el horizonte invadido de la laguna no parecía haber cambiado un ápice. El sacerdote por toda respuesta le dijo: “Pero ahora está un poquito mejor que antes, ¿no crees?”
Pienso en esta historia mientras recuerdo lo que aquella tarde de octubre de 2012, el cardenal Jorge Bergoglio nos dijo en Buenos Aires al cuarteto de directores de Vida Nueva en el mundo hispanohablante (Javier Darío Restrepo, José Ignacio López, P. Juan Rubio Fernández y este que escribe): “Urge aire fresco para una Iglesia agotada por el cansancio de los buenos”.
Seis meses más tarde, Bergoglio fue elegido Sumo Pontífice y trabajó a favor de la Iglesia durante 4 mil 420 días al hilo; uno a la vez, sin vacaciones, ni escapadas a la montaña ni remansos aislados de paz y en muchas ocasiones, incluso continuó laborando en condiciones casi martiriales. De hecho, personalmente ha sido muy cuestionante cómo Francisco incluso en sus convalecencias e internamientos en el Policlínico Gemelli se obligaba a visitar a los niños, a dar instrucciones, a recibir incluso a los más impertinentes personajes, a permanecer atento al ritmo del mundo.
Por supuesto, el descanso es imprescindible para el ser humano que trabaja y se esfuerza, enriquece su vida entera no sólo reparando su cuerpo sino restaurando su espíritu; y el descanso no debe ser una extensión del “quehacer” sino una prolongación del “ser”. Entonces, ¿cuándo descansaba Francisco? ¿Cuándo “recargaba” fuerzas físicas y espirituales? ¿Entre el trajín incesante de Casa Santa Marta, entre las responsabilidades en el Palacio Apostólico; entre los viajes, las audiencias, las recepciones, los saludos, la producción intelectual?
Curiosamente fue otro sacerdote jesuita, quien me ofreció una apreciación que ahora me parece explicación: “¿Has visto cómo celebra Francisco? Fuera del altar siempre está sonriente, siempre atento y activo, ocupado; pero en Misa parece realmente sereno, apacible, absorto en el Misterio, como si el mundo para él se detuviera en ese momento”.
Ahora pienso que sí, que en la sacralidad de las celebraciones Francisco realmente ‘recargaba’ fuerzas; eran su remanso, su escapada a los linderos sosegados. Con esa energía, el Papa tomó las herramientas a la mano y removió lirio de donde debía ser removido animando al pueblo a sumarse, a caminar juntos, ante inmensos desafíos.
Evidentemente no logró transformarlo todo y, seguro, el horizonte aún se ve inalterado; pero no cedió a ese “cansancio de los buenos” y quizá por ello la Iglesia y el mundo estén un poquito mejor. Creo que esa es, en el fondo, la tarea que deja a los católicos y a los hombres y mujeres de buena voluntad, ¿o ustedes qué creen?