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O Opinión

JMCS 2020: Narrar, que somos historias

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Vivimos en una época donde se sugiere que los relatos deben ir siempre revestidos. En innumerables reuniones editoriales y de expertos en comunicación se habla del vehículo en el que se transporta una historia, pero suele dejarse de lado la historia en sí. El ‘cómo’ se privilegia por encima del ‘qué’. Hoy, prácticamente nadie quiere contar historias sin antes maquillarlas, sin producirlas, sin parafernalia o aditamentos audiovisuales. Pero las historias, las buenas historias, guardan un potencial inmenso, profundo y trascendental, conmovedor y dinamizante; no requieren más que el libre acto de compartirse y entregarse para transformar vidas y conciencias.

Pareciera que estas buenas historias tendrían que ser escasas o excepcionales, pero no. Son abundantes, aunque no por ello dejan de ser extraordinarias ni sencillas de extraer. La narración de la vida, de la vida humana -de cada vida humana-, es una fuente de riqueza indesdeñable que requiere un honesto esfuerzo para explorarla.

Esto es lo que está en el fondo del mensaje del papa Francisco para la Jornada Mundial para las Comunicaciones Sociales de este 2020:  la narración humana habla del mundo, de la realidad, de la belleza y la verdad, habla de los acontecimientos que tejen la larga andadura de los pueblos por la costra de la Tierra; pero también expresa las ensoñaciones de las mentes inquietas de la raza humana, su creatividad infinita, la mirada hambrienta de horizontes que trasgreden las aparentes barreras de la realidad.

Pero ¿qué sucede cuando esos relatos se maquillan al absurdo, cuando se imponen filtros que falsean la verdad, cuando los empaques son más brillantes que el contenido o cuando una terrible idea es envuelta en una dulce ficción? El inmortal Aristóteles, en su Arte Poética, apuntó que la esencia narratoria carece de música, representación o aparato; aseguraba que la historia se podía compartir recitada, representada e incluso cantada pero que su esencia permanecía indemne.

Es una obligación -y además un privilegio- encontrarse con esa esencia. Aristóteles la describe como ‘anagnórisis’ o reconocimiento. En las tragedias griegas, después de las peripecias del protagonista, llega el momento de la revelación y el reconocimiento; el personaje descubre información vital de su identidad, de sus seres amados o de su pueblo. Disuelta la farsa y superada la capa de la superficialidad es posible revelar y reconocerse; revelar lo esencial y reconocerse a sí mismo. En nuestro contexto, más allá de los chismes y las habladurías, de la falsedad y los discursos o proclamas triviales y falsamente persuasivos-diría el papa Francisco-, hay una verdad que vale la pena ser revelada y en la que es importante reconocernos todos.

¿Pero somos hoy capaces de revelar la esencia de las historias detrás de las máscaras o de reconocernos en las historias para avanzar hacia la verdad?  ¿Cómo lucen en la actualidad los farsantes y cómo logramos denudarnos de los adornos que la mercadotecnia y la imagen nos han vendido? ¿Cómo limpiarnos los filtros que nos impiden acercarnos realmente, que nos narcotizan el amor al prójimo? La respuesta es simple, pero no sencilla: narrando.

Es necesario narrar quiénes somos y escuchar los relatos de los demás; reconocer la esencia de lo que somos más allá de lo que tenemos, poseemos o consumimos, reencontrarnos con las raíces compartidas de la humanidad y con la amplia mirada de nuestra inigualable y efímera existencia en el universo.

A las personas les gustan las historias porque -como apunta el pontífice- en todo gran relato entra en juego el nuestro. No hay esencia humana ni ruta trágica que nos sea ajena, como tampoco hay naturaleza trascendente ni acto de compasión que nos sea imposible. Todo ello es parte de nuestra propia narratoria y, aunque se nos despoje de todo lo contingente o circunstancial, manifiesta la verdad, la belleza y la bondad de nuestra identidad. Compartir la propia y recibir la oportunidad de encontrar la próxima, configura la realidad.

@monroyfelipe