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O Opinión

La vida después de la pandemia

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A pesar del insaciable temor y pesimismo que barruntan los afines al ‘conspiracionismo’, el mundo y la humanidad tienen futuro y uno en abundante libertad. Basta voltear a la historia para verificar que ninguna frontera humana es inmutable y que incluso el tesón -o el descuido- de la sociedad es capaz de trasmutar ambientes enteros de este planeta.

La aparición del COVID-19 como el meteorito simbólico de nuestros riesgos contemporáneos ha provocado diversas crisis sociales que se analizan al hartazgo en los modernos medios de comunicación; sin embargo, no pocas voces han afirmado que el virus ha evidenciado principalmente la profunda y ampliamente aceptada crisis humana que crece al amparo del “egoísmo indiferente”.

Una de esas voces es la del papa Francisco, cuyo pensamiento ha sido recogido en el libro “La vida después de la pandemia”. Se trata de ocho reflexiones del pontífice realizadas entre el 27 de marzo y el 27 de abril (el primer mes de la terrible cuarentena); y un prefacio del cardenal jesuita Michael Czerny.  

La selección de comentarios del papa Francisco no dejan lugar a ninguna duda: es imprescindible reconstruir el mundo sin perder la esperanza en medio del sufrimiento y del desconcierto que los grandes cambios provocan: “Nuestra civilización necesita bajar un cambio, repensarse, regenerarse”, sentencia.

Quizá por lo apremiante de la emergencia y por el rostro mortal que ha demostrado tener no sólo el virus sino las inciertas políticas públicas de las naciones que parecen seguir dando ‘palos de ciego’ en su reacción ante el más inesperado de los desafíos, el pontífice Bergoglio no escribe con eufemismos: “Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad”.

No nos dejemos distraer por nuestras ideologías al intentar entender las palabras ‘desigualdad’ e ‘injusticia’; en código humano simplemente representan la horizontalidad que tenemos con el prójimo bien para ayudarlo, bien para recibir su auxilio; vivir y comprender a cabalidad la regla de oro.

En sus reflexiones, el papa Francisco recuerda la fragilidad de la naturaleza humana, pero reconoce que no todos viven los mismos riesgos. Todos tenemos grandes debilidades, pero buena parte de nuestros congéneres pasa peores jornadas y noches: “Una pequeña parte de la humanidad avanzó, mientras la mayoría se quedó atrás”. Por ello, los débiles, los frágiles, los que corren el permanente riesgo de ser descartados son el eje imprescindible para la construcción de una civilización solidaria, corresponsable y compasiva.

“Mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la pandemia, se insinúa justamente este peligro: olvidar al que se quedó atrás. El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente […] Sólo juntos y haciéndonos cargo de los más frágiles podemos vencer los desafíos globales”, apunta el Papa.

Bergoglio realmente pone el acento en los desposeídos, los descartados, las víctimas de un arrebatado modo de vida contemporáneo, los últimos de un mundo vertiginoso que no se compadece ni detiene por la muerte de migrantes, desplazados, miserables, ancianos, niños, mujeres, a los que normalmente son silenciados y permanecen invisibles A ellos, les dice: “Ustedes son constructores indispensables en este cambio impostergable”.

El papa Francisco llama a un cambio radical de la industria humana, de la velocidad del consumo, de la ‘normalidad’ que ahora mismo añoran prácticamente todos los gobiernos, poderes formales y fácticos. “Volver simplemente a lo que se hacía antes de la pandemia puede parecer la elección más obvia y práctica; pero ¿por qué no pasar a algo mejor?”, cuestiona el cardenal Czerny

Y en ese cambio están, estamos, los frágiles. Y tiene sentido: Cualquier respuesta civilizatoria -por brillante que sea- nos exige moral y naturalmente un espacio para los débiles. Por los que son, por los que seremos, por la belleza que existe en esta permanentemente milagrosa y precaria naturaleza humana.

Epílogo.

A mediados de mayo, en dos llamadas que sostuve con los obispos mexicanos de Apatzingán y Ciudad Altamirano (región de la Tierra Caliente) se coincidía en los graves retos para sus comunidades amenazadas de muerte poco por el COVID-19 pero inmensamente por el crimen, la violencia, la corrupción y la indiferencia. Ninguna estrategia o medio parece capaz de remediar tal descomposición. Sin embargo, ninguno se ha dado por vencido: uno visita y consuela a los que quedaron detrás, abandonados hasta por los suyos, en localidades castigadas por fuego y sangre; el otro anima la creación de huertos familiares y comunitarios en aquellas localidades largamente secuestradas por funestos intereses de poder y de mercado. Así de imprescindibles son las armas de los débiles.

*Director VCNoticias.com

@monroyfelipe