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O Opinión

Equivalentes funcionales, ambigüedad y libertad de expresión

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Ha provocado cierto revuelo la solicitud de sanción que ha pedido el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) a la Secretaría de Gobernación (SEGOB) contra cuatro de cinco ministros de culto acusados de violar la ley durante el pasado proceso electoral federal. Los magistrados explicaron que dos cardenales y dos sacerdotes católicos cometieron delitos electorales por violar los principios de separación Iglesia-Estado al expresar sus opiniones durante las campañas políticas del 2021; también resolvieron que al tercer obispo acusado se le levantara el señalamiento gracias a que el discurso de éste fue básicamente “ambiguo”.

El asunto obliga a varias reflexiones, pero comencemos por el principio. El marco legal mexicano sí especifica que se debe sancionar a las asociaciones religiosas y a los ministros de culto cuando estos participan directamente en actos políticos. Los artículos 14 y el 29 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público expresan la prohibición y las infracciones que ameritan los ministros de culto al “asociarse con fines políticos” o por “realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política”.

Ahora bien, aunque el TEPJF pidió sancionar a los religiosos bajo este principio, los propios magistrados reconocieron que ninguno de los acusados transgredió literalmente esta ley sino que sus opiniones pueden ser calificadas como “equivalentes funcionales” (sic) a lo que la ley prohíbe.

En segundo lugar, el TEPJF ha eximido a uno de estos acusados bajo este escalofriante argumento: “Sus expresiones son ambiguas [...] y ante esa ambigüedad se propone privilegiar la libertad de expresión”. La reflexión es peligrosa porque parece condicionar el derecho de libertad de expresión a las cualidades o a la calidad del discurso.

Es decir, la sanción solicitada contra los ministros de culto está basada en la percepción que los magistrados intuyeron de los discursos emitidos por aquellos y no por los discursos en sí ni por los hechos concretos. ¿Podría ser justa una sentencia que no juzga un delito sino que atribuye a actos no delictivos cierta ‘equivalencia funcional’ ilícita no probada? ¿Es válido que una autoridad limite el derecho humano a la libertad de expresión dependiendo de la calidad gramatical o argumentativa del discurso vertido?

Es claro que la la ley mexicana vigente limita a las iglesias y a sus pastores en varios derechos humanos y ciudadanos (incluídos los de expresión y políticos); también es evidente que estas leyes son herencia centenaria de un conflicto sangriento entre la primacía del Estado y los derechos religiosos sobre los que se construyeron no pocas instituciones nacionales. No sólo para los ideólogos de un laicismo acérrimo es imprescindible la frontera entre el Estado y la pluralidad de las diversas iglesias presentes en México; muchos ministros de culto están conscientes de las muchas ventajas y bondades de estos límites. Pero no se puede confundir esta distancia formal con una tensión irreconciliable o con la perpetuación de una desconfianza mutua.

Hay que reconocer que, en estos años, ha habido casos específicos en los que con absoluta claridad algunos ministros de culto (no sólo católicos) utilizan su investidura y prelación para literalmente ‘hacer campaña’ a favor de ciertos candidatos o miembros de sus particulares congregaciones y en contra de personajes o grupos políticos presuntamente adversos.

Este fenómeno, que ocurre con más frecuencia en comunidades evangélicas más pequeñas y horizontales, suele provocar más escándalo cuando un líder católico expresa su preferencia o rechazo a candidatos o fuerzas políticas concretas.

Valdría la pena hacer estudios concretos sobre estos casos pues, parece que la ciudadanía continúa ejerciendo sus derechos ciudadanos con plena libertad y sin tomar con sustancial relevancia la instrucción política de sus líderes religiosos o pastores. Es decir, cabe la posibilidad de que la ciudadanía haya alcanzado cierta madurez democrática en el ejercicio de sus derechos electorales; por lo que ni las presiones ni las recomendaciones de otros órdenes de influencia (partidos, gobiernos, iglesias, sindicatos, medios, etcétera) influye determinantemente en la toma de decisiones del ciudadano.

En todo caso, no hay que confundir este alboroto con un tema de libertad religiosa; es un conflicto llano de libertad de expresión. Es sumamente riesgoso que una instancia política o un gobierno sancione (siquiera con una amonestación) a ciudadanos por expresiones que no son ilícitas pero que arbitrariamente se califiquen como ‘equivalencias funcionales’; también es inquietante que la libertad de expresión sea sólo garantizada tras la validación de las cualidades del discurso. Esto nos debe inquietar a todos; ya lo dijo Benjamin Franklin: “Quien quiera derrocar la libertad de una nación, debe comenzar subyugando la libertad de expresión”.