Uno de los más conmovedores e incomprensibles actos de caridad sucede en Los miserables de Víctor Hugo, cuando el obispo de Digne, monseñor Myriel, no sólo abre su hogar y comparte su comida al socialmente despreciado expresidiario Jean Valjean sino que evita que la justicia vuelva a encarcelar al forzado por haberle robado la platería y, aún más, le regala un par de candelabros de plata con la intención de que aquel cambie de vida. Este acto, en efecto, produce un lento y doloroso cambio en el protagonista, cambio que no es inmediato ni permanente pero que siempre estará iluminado por esa bendición: “...hermano mío, ya no perteneces al mal sino al bien. Yo compro tu alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios”.
El personaje del obispo Myriel cae a cuento en estos días tras la publicación de la declaración “Fiducia supplicans sobre el sentido pastoral de las bendiciones” que muchos medios de comunicación rápidamente consideraron ‘la autorización de la Iglesia a las parejas homosexuales’. Para no variar, la polémica desatada por este documento (el cual amplía las razones ya vertidas en las respuestas dadas a los cardenales y a un obispo de una cosmopolita y privilegiada localidad de Sao Paulo en Brasil) radica en la permanente confusión popular entre el orden canónico, los actos litúrgicos y la acción pastoral en la Iglesia católica. Al contrario de lo que se piensa, la ley, el rito y el servicio católicos no son la misma cosa, se complementan sin restringir el valor que puedan aportar por separado a las virtudes.
El texto en cuestión explica en primer lugar que ‘la bendición’ no debe constreñirse a un ritual público que manifieste el orden deseable; y mucho menos debe condicionarse a la rigidez de la doctrina o disciplina: “No se debe pedir una perfección moral previa”, apunta. Además, la declaración reflexiona sobre las ‘cualidades’ de la bendición que desciende (de Dios a la humanidad), asciende (de la humanidad hacia Dios) y se extiende (entre los hermanos de la raza humana) y que, por ello mismo, puede estar confeccionada en un ritual o prescindir de él. En todo caso, el Vaticano recuerda que si bien la norma orienta la actuación de los católicos y los ministros, ésta no limita el discernimiento necesario para participar o no de una bendición.
Esa ha sido la principal batalla del papa Francisco. Hacer comprender tanto a la Iglesia como al mundo que el sentido pastoral no es idéntico que el sentido legislativo o canónico. La ley sin duda sentencia el actuar correcto y distingue sus fronteras sancionando las desviaciones del obrar humano; pero su rigidez en ocasiones puede llegar a propiciar, en los doctos de las normas, cierto “narcisismo elitista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar”, como apuntó Bergoglio hace una década.
Por su parte, Víctor Hugo describió así al portentoso obispo Myriel: “Era indulgente y piadoso, y predicaba menos que conversaba. No ponía virtud alguna sobre una bandeja inaccesible [...] No condenaba a nadie apresuradamente y sin tener en cuenta las circunstancias. Decía: ‘Veamos el camino por donde ha pasado la falta’”. Es decir, no hay fórmula ni piedad estandarizada, se acompaña y orienta a ras de camino. En otra ocasión, relata la novela, un titiritero condenado a muerte por asesinato requería de atención pastoral del capellán de la prisión pero éste se encontraba muy enfermo, fueron a buscar al párroco pero éste se negó porque no era su tarea “ni su lugar”. Cuando contaron lo acontecido al obispo éste dijo: “El señor párroco tiene razón; no es su lugar, es el mío”. El obispo visitó al condenado en la cárcel y “le dijo las mejores verdades, que son las más sencillas. Fue padre, hermano, amigo, obispo, sólo para bendecir”.
Esto es lo que en el fondo quiere decir el texto de Fiducia supplicans respecto a la bendición de parejas en situación irregular: ser Iglesia y ser cristiano no se limita a seguir ritos o normas ensayados o escritos; aún más, en los momentos ordinarios de la vida son incluso prescindibles, no así la fe, la esperanza y la caridad.
La famosa ‘autorización’ de bendición de parejas homoafectivas no tiene ni tendrá ritual ni oración específica (ni debe tenerlos); no celebra nada ni la homologa al matrimonio; no debe promoverse como una oferta publicitaria ni ‘para quedar bien’ con nadie; no es un gesto de modernidad ni de cambio, ni es un ‘nuevo elemento’ en una ‘nueva Iglesia’. Además, si no se presta a espectáculo, tampoco será un escándalo; y, si bien, no es un triunfo ni un logro, sí es un recordatorio de esa actitud pastoral en la que deben estar implicados los ministros católicos. Y esa actitud nuevamente la escribe magistralmente Víctor Hugo en voz del obispo Bienvenu Myriel: “No preguntéis su nombre a quien os pide asilo. Precisamente, quien más necesidad tiene de asilo es el que más dificultad tiene en decir su nombre”; y, más adelante, cuando una bendición era requerida por las circunstancias, el obispo dijo: “Esta hora es la de Dios. ¿No creéis que sería una pena que nos hubiéramos encontrado en vano?”.
Así es la bendición: no es una fiesta, ni una ostentación o un alarde; es un singular momento donde se coincide en la intención, en esa ‘confianza suplicante’ (fiducia supplicans) y, en silencio, Dios responde a la conciencia.