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O Opinión

Estado y dignidad humana, nuevas reflexiones

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No se puede perder de vista que México tiene una naturaleza sumamente excepcional en el concierto internacional cuando se habla de libertad religiosa. Su historia inmediata no puede omitir que las instituciones estatales posrevolucionarias se consolidaron mientras eran agredidos, perseguidos y proscritos los ministros de culto y los creyentes; la reacción de estos últimos fue natural -aunque en no pocos casos violenta- pero en fondo sumamente incomprendida por el Estado; y aún lo es. 

En el fondo, los creyentes perseguidos del siglo XX no estaban defendiendo tanto a ‘su Iglesia’ como a su misma esencia humana, su dignidad, sus derechos fundamentales: su libertad religiosa personalísima. Le ha costado casi un siglo al Estado mexicano llegar a esa conclusión; fue hasta bien entrado el siglo XXI cuando la Constitución Política cambió radicalmente para transitar del verbo ‘otorgar’ al verbo ‘reconocer’ respecto a los derechos humanos primarios.

No es igual vivir en un país donde las instituciones otorgan o conceden derechos y garantías humanas a sus ciudadanos, que en una nación donde las personas tienen connaturalmente dignidad y derechos primarios. En el primer caso, es altamente probable que -dependiendo de los vaivenes políticos o ideológicos en el poder- se amplíen o constriñan los derechos fundamentales; en el segundo, el Estado se limita a desarrollar, vigilar y promover a las instituciones para que garanticen dichos derechos, para buscar el bien común y para salvaguardar la dignidad de sus ciudadanos y visitantes.

La nación mexicana no es joven pero en algunos aspectos ha tardado mucho en comprender cuál es el papel del Estado ante los ciudadanos. De hecho, aún en el presente hay inverosímiles debates sobre si el Estado se encuentra facultado para marcar límites a la dignidad humana: ¿A quién y cuándo si se le puede considerar ‘ser humano’ o ‘persona’ para ser protegido legalmente? ¿Es factible patrocinar o gastar erario público para garantizar el autoperjuicio de ciertas personas? ¿Debe haber diferencias o ‘niveles’ de dignidad humana para acceder a rubros básicos como alimentación, salud, educación, seguridad, libertad de expresión? ¿El acceso a la libertad de expresión depende de la ‘etiqueta’ que el Estado o sus gobernantes les pongan a distintos grupos de ciudadanos?

Debemos ser realistas: el Estado, sus instituciones e incluso la misma sociedad fallan al intentar garantizar todo el bien para todas las personas. Dicho fracaso, en el fondo, debe explicarse porque los recursos son escasos y limitados, porque la gestión y la administración siempre son arduas y víctimas potenciales de la corrupción, o porque la naturaleza humana es imposible de complacer.

Sin embargo, si el bien no alcanza a grupos poblacionales o sectores sociales porque, de antemano el Estado categorizó en grados de libertad o dignidades a las personas en su territorio, entonces no es sólo un abuso de poder, es el epítome de la invisibilización de la persona humana.

Ahí se encuentra la razón de las guerras fratricidas como la que vemos ahora en la Europa oriental porque el ‘nacionalismo’ que inyectan ambos bandos precede a la dignidad humana de las personas y a su derecho a tener una nacionalidad; también cuando el ‘neoliberalismo’ antepone sus lógicas de mercado y de ganancia para reducir a la persona a un agente que consume y es consumido; incluso cuando cierta visión de ‘laicismo’ restringe la libertad de conciencia o expresión según los cíclicos designios del poder.

El reconocimiento a la libertad religiosa en México pasa por la comprensión de nuestra historia y nuestras heridas, de los desaguisados recurrentes en los que los diferentes credos y creyentes se han enfrentado con las autoridades civiles y viceversa (las sanciones a ministros de culto por opinar sobre la libertad política en el país es uno de los más recientes, por ejemplo). Pero también pasa por las grandes aportaciones que se realizan cotidianamente entre la fe y la ciencia, entre la caridad y la responsabilidad social, o entre las devociones populares y la identidad del pueblo. Ejemplos abundan, y no suelen ser noticia porque no nos sorprenden ni nos escandalizan.

La libertad religiosa es un tema de principios, es la convicción de un Estado frente a la realidad de sus habitantes. El Estado pone el orden, sí, pero no regala derechos, no puede obsequiar dignidad humana; y, por tanto, no puede limitarlos sino hasta que afecten objetivamente la integridad de terceros o pongan en riesgo la viabilidad de las instituciones de servicio y asistencia.

Finalmente, el tema de la libertad religiosa no debe confundirse con una mera tolerancia religiosa, ya que ésta se limita a una práctica donde desde el poder o el privilegio se ‘obsequia’ una actitud tolerante a sectores menos aventajados. El riesgo es que, desde el empíreo del poder, no sólo se ‘conceda’ la tolerancia sino que el poder se confunda al creer que los principios y valores lícitos y legítimos sólo se encarnan en el poder mismo o en su grupo.

Estas reflexiones sobre el Estado y la dignidad humana, como se advierte, no se limitan a los márgenes de operación y existencia de las asociaciones religiosas, de credos o creyentes, sino a cuestiones sociales contemporáneas complejas que requieren cooperación y mutuo compromiso como la manipulación política, la polarización social, la desinformación mediática, el radicalismo ideológico, los fundamentalismos religiosos, la ecología integral, la nueva economía y hasta la seguridad, la estabilidad, la libertad y la igualdad de todos los seres humanos.

@monroyfelipe