Hemos llegado a un punto de quiebre en el país. Los acontecimientos recientes parecen revelar que la política se ha reducido a la expresión discursiva flamígera y contenciosa –si acaso–; y que el resto del espacio público es ya pura violencia.
Parece que nadie quiere buscar acuerdos o abrirse a la negociación, se desconfía sistemáticamente del complejo oficio de la intermediación, ya no se tiene esperanza en la interlocución entre adversarios políticos; se ha puesto un terrible velo de radicalismo sobre los actores sociales y los fanáticos pontifican desde sus peanas de pureza acrítica que la única solución es la que ellos imaginan y desean imponer.
Afuera –arguyen los apocalípticos–, la violencia y el desgobierno confirman todos nuestros miedos; y, aunque se requiere rehabilitar el espacio público para sanar el tejido social, los despistados entusiastas se limitan a perseguir batallas y guerras “culturales” que pretenden ganar sólo a fuerza de propaganda y comunicación.
En el fondo, parte del problema es que muchas estructuras y agentes colectivos se han atrincherado en el discurso. Se limitan a enumerar los males e identificarlos con los actos y las obras de “los otros”; ponen descrédito a las palabras que provengan de cualquier sitio y sacralizan las que nacen de su propia burbuja, e incluso ahí filtran a las voces críticas y moderadas.
En este escenario, ¿quién arriesga a educar y a ponderar? ¿Quién está dispuesto a tener conversaciones e interlocuciones difíciles? ¿Quién sienta a negociar a los distanciados y a los adversarios? ¿Quién apuesta por bajar el volúmen de la maledicencia, de la agresividad pendenciera mediatizada y del victimismo? ¿Quiénes tienden la mano con buena voluntad y sin interés oculto? ¿Quiénes se suman a un clamor popular sin intención de usufructuar la indignación ajena? ¿Quiénes imaginan respuestas que no se reduzcan a la aniquilación de alguna de las partes en conflicto? ¿Quiénes ayudan a mirar los problemas desde la complejidad y evitan la dicotomización?
Porque la política, entendida como ese recurso decisional con el que se materializan los acuerdos y se dirimen los conflictos, cada vez está menos presente en el espacio público de nuestra nación. Por supuesto: No hay ejercicio político si desde el empíreo del poder y la burocracia estatal se recurre a la violencia autoritaria y represiva; pero tampoco lo hay si la partidocracia se reduce a la gresca pendenciera, bravucona y provocadora. Con tristeza, la única actividad política que vemos en estos días se ha limitado al discurso y la propaganda ideologizada para justificar los actos, el rumbo y hasta el destino con y contra gobernados y gobernantes.
Frente a todo esto, resulta esperanzadora la movilización popular a ras de calle; porque, en principio, se pasa del discurso a la acción, se evidencia la manifestación pública de la indignación y la colectivización de demandas.
Pero, incluso estas expresiones corren el riesgo de reducirse a una escenificación vacía, si no cuentan con los mínimos políticos que la nación requiere: una ciudadanía activa y participante, una identidad corresponsable de igualdad política y un espacio público libre donde la comunidad política pueda renovar las estrategias orientadas a resolver los conflictos.
Las demandas de la movilización identificada como ‘Generación Z’ claramente son positivas: mejorar la calidad de vida, eliminar la corrupción de las estructuras de poder, gozar de políticas públicas satisfactorias, perseguir los sueños y anhelar un futuro digno. Al mismo tiempo, son profundamente indefinibles y requieren materializarse precisamente en actividad política, de lo contrario serán tan frágiles como el sombrero de paja que les simboliza:
¿Cuáles son las expectativas de esa mejora en la calidad de vida o la persecución de los sueños personales? ¿El trabajo justo, la vida modesta y tranquila o un estilo de hiperconsumo con viajes y experiencias glamorosas instagrameables? ¿En qué espacios y cómo se debe actualizar la capacidad colectiva o institucional para sancionar y corregir los actos de corrupción? ¿Con happenings políticos y pantomimas propagandísticas que no arruinen la experiencia adquisitiva del Buen Fin o mediante compromisos de participación, negociación y verificación de los actos políticos concretos? Es decir, ¿cómo se entrelazan los deseos de bienestar con las responsabilidades democráticas?
El punto de quiebre precisamente pasa por esta toma de conciencia: Los discursos deben pasar de las falacias de ‘hombre de paja’ y la política debe superar símbolos de dibujos de piratas con sombrero de paja. La movilización social, ciudadana y pública es síntoma de que la democracia respira; hay que evitar el riesgo de que “el acto en sí” sustituya las razones, los trabajos, las negociaciones y la vigilancia de los acuerdos que implica la política.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe

