Antes de ser pontífice, León XIV era un cardenal de la Curia Romana. Fue convocado por Francisco y designado como responsable de la Congregación para los Obispos (hoy Dicasterio tras la reforma curial de 2022). Se trata de una delicada labor para la Iglesia católica que abarca pero no se limita al estudio, selección, nombramiento, atención y vigilancia de los obispos en todo el mundo, de los sucesores de los apóstoles que Jesús llamó a su lado. Este puesto, evidentemente quedó vacante con la entronización pontificia y el Papa Prevost se tomó un largo tiempo de discernimiento para nombrar a su reemplazo en esa oficina.
Finalmente, tras 141 días de pontificado, León XIV tomó la decisión de promover a un experimentado funcionario de la Curia Romana como nuevo Prefecto para el Dicasterio de los Obispos.
Se trata del canonista napolitano y fraile carmelita, Filippo Iannone, quien tuvo una meteórica carrera eclesiástica (fue el obispo más jóven de Italia) sustancialmente detrás de los libros y los escritorios: tesorero, consejero, abogado, vicario judicial, profesor de derecho, consultor, vicerregente y finalmente –ya en el pontificado de Francisco– un discreto pero eficaz servidor en la oficina de análisis e interpretación de los Textos Legislativos de la Iglesia (el dicasterio al que le corresponde formular la interpretación auténtica de las leyes de la Iglesia).
Este nombramiento muy esperado ha sido terriblemente manipulado tanto por los críticos del pontificado de Francisco como por los defensores del estilo reformista bergogliano.
Para los primeros, el nombramiento de un “duro” canonista en el dicasterio de obispos reflejaría el viraje del actual pontífice para preferir “la norma y la ley” antes que “la intuición y la audacia” en el nombramiento de los nuevos pastores de la era Prevost en la Iglesia; y para los segundos, implicaría la ratificación de la confianza que depositó el propio Bergoglio en Iannone al haberlo promovido de la vicerregencia de Roma al Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y finalmente nombrarlo presidente de ese mismo Dicasterio.
Este conflicto entre ciertos grupos católicos anti-Francisco (con pocos liderazgos pero con grandes capacidades mediáticas y de acceso a espacios de poder político y económico) frente a los grupos católicos pro-Francisco (un grupo masivo y sustancialmente heterogéneo de católicos y no católicos periféricos que se sintieron reivindicados por el pontífice argentino) no se parece a las viejas disputas entre papólatras y los papófobos del siglo pasado sino a una verdadera pugna de los valores morales “correctos” en la autoridad pontificia según las diversas colectividades católicas.
La razón de que esto se haya complejizado es simple: Francisco no sólo fue el pontífice para el mundo católico, se convirtió en un líder y referente global para muchos sectores organizados y no organizados de la sociedad contemporánea; y por ello, el juicio sobre cuánto de su estilo y legado debe permanecer o no en los pontificados sucedáneos ebulle no solo a las iglesias locales sino también a las instancias más laicas del orbe.
Así, el primer nombramiento “importante” de Prevost como pontífice se ha tornado en una anodina batalla de apropiación del Papa y en una estratagema política para intentar convencer precisamente a los liderazgos religiosos institucionales (los obispos) sobre cuáles valores morales en la autoridad pontificia son mejores que otros.
Ambos extremos del juego plantean que las decisiones de León XIV tienen una direccionalidad oculta trascendente que, paradójicamente, ellos sí pueden entender y explicar.
Olvidan reconocer, por ejemplo, que la soberana decisión pontificia pudo haber venido de una simpleza burocrática (o papócrata, para seguir con los terminajos) y que eso ni le quita relevancia al nombramiento ni le resta obligaciones y responsabilidades al cargo que Iannone asumirá el próximo 15 de octubre.
Tristemente esta pugna recién comienza y es probable que, en los meses por venir, las tensiones por intentar explicar la autoridad papal siga siendo un tema.
En el fondo no es para tener “un Papa aliado” de las particulares causas gremiales sino porque se cree que, a través de la comprensión del estilo de autoridad moral propia del pontífice, se puede “controlar” a los obispos católicos. Ese es el subtexto de esta pugna y esa es la razón de la extraña apropiación –pero por antípodas razones– del nuevo prefecto del Dicasterio para los Obispos, desde dos estilos de catolicismo contemporáneo confrontados.
Para ellos, para ambos, quizá valga la pena rescatar la lectura de la tesis doctoral de Robert Francis Prevost donde precisamente analiza la autoridad y explica que la autoridad moral no deriva del cargo, sino de la coherencia de vida y entrega; que el superior (la autoridad eclesiástica) está obligado a ejercer un servicio kenótico, es decir, desde el vaciamiento de cualquier mesianismo autoproyectado y vivir como siervo; porque la autoridad no es un fin en sí misma, sino un medio para el crecimiento espiritual de la comunidad.
Y si León XIV se tomó todo ese tiempo para nombrar a su sucesor en el dicasterio romano para los obispos quizá fue con esa intención, aunque –felizmente– podría equivocarme.