En la Alemania nazi, criticar la persecución de judíos suponía ―según el discurso imperante― ir “contra los intereses del pueblo alemán”, por lo que uno podía ser marginado, procesado, encarcelado, torturado y ejecutado, él, ella, y su familia. Hoy, criticar la masacre judía de palestinos en Gaza supone que algunos te tachen de “antisemita”. Sin embargo, esto es tan falso como aquello.
Nadie fue más en contra del bienestar del pueblo alemán que Hitler y su nazismo, y nadie va más en contra del bienestar del pueblo de Israel que Netanyahu y los israelíes que exterminan palestinos, porque esa violación de los derechos humanos va contra la más genuina fe de Israel. No hay mayor antisemita que Netanyahu, como no hubo mayor antialemán que Hitler; con otras palabras, ya lo dijo el teólogo José Ignacio González Faus, S.J., recientemente fallecido. Pueden parecer exageradas estas comparaciones, pero en realidad no lo son.
Centrémonos en la franja de Gaza. En ese minúsculo territorio de 365 km2 (unos 41 kilómetros de largo y entre 6 y 12 kilómetros de ancho), los palestinos están siendo exterminados masivamente, unas veces despacio (no tienen comida, ni agua potable, ni servicios médicos, y muchos ni siquiera vivienda) y otras deprisa (con los bombardeos).
Las cifras son astronómicas: han muerto más de 50.000 palestinos; hay quien eleva la cantidad a 300.000. Es complicado saberlo con precisión teniendo en cuenta la dificultad de ir allí y ponerse a contar quién falta. No siempre quedan cuerpos a la vista que puedan ser contados como muertos. Los cuerpos a los que les cae un misil se desintegran. Y ya han caído muchos misiles.
La comunidad internacional quiere ayudar, pero Israel bloquea el acceso a Gaza. El gobierno israelí tiene una voluntad explícita de que los palestinos de esta franja mueran o se vayan bien lejos y no regresen nunca, todo ello para quedarse con su tierra (ya lo hemos dicho, una miseria de 365 km2) y así construir nuevas fronteras para Israel.
Lo mismo está pasando en Cisjordania (el otro territorio supuestamente palestino), que poco a poco van conquistando los colonos israelíes, donde el palestino que protesta es acribillado y al colono que dispara no se le juzga.
La ayuda de la comunidad internacional se ve frenada por dos factores: 1) parece que criticar a Israel signifique ser antisemita (Netanyahu lo dice cada semana varias veces), y está claro que nadie quiere ser antisemita después de lo que pasó en el siglo XX; y 2) en varios países occidentales los lobbies judíos son poderosos y pueden poner y quitar gobiernos: pensemos, por ejemplo, en la importancia que los judíos tienen en los medios de comunicación en Francia y en Estados Unidos. Para sus respectivos gobiernos, es complicado apoyar a Palestina. Hay otros ejemplos.
La ecuación es sencilla: “Israel fue al siglo XX lo que Palestina al XXI”; o bien: “Israel fue hasta 1948 lo que Palestina es desde entonces”. ¿Qué creemos que deberíamos haber hecho en favor de los judíos en la primera mitad del siglo XX? Pues nuestra respuesta honesta y solidaria es exactamente la misma que hay que contestar a la pregunta acerca de lo que deberíamos hacer por los palestinos del siglo XXI. En política, las cosas son a veces complejas, pero en el problema de Gaza la cosa es simple.
¿Qué solución hay?
A la corta: que una fuerza armada internacional bajo auspicio de la ONU entre en Gaza, controle la situación, expulse al ejército israelí y ponga las bases para la construcción del Estado Palestino aprobado por la propia ONU en 1948. No obstante, eso no va a ocurrir porque Estados Unidos lo va a vetar en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. (¿Para cuándo la reforma de la ONU?).
A la larga: que Israel entienda de una vez que solo podrá vivir en paz mientras respete e incluso proteja a sus vecinos palestinos, y que Hamas entienda que Israel tiene derecho a existir.
Tal como están las cosas, esta doble solución parece un cuento de hadas. Y sin embargo, es la solución. Otras cosas más “realistas” podrán ocurrir, pero no serán la solución. Ya llevamos 77 años así. ¿Hasta cuándo vamos a seguir? ¿Cuántos muertos más harán falta para que allí entiendan de una vez que la paz siempre viene de la mano de la convivencia en a diversidad?
El espejo de las novelas históricas
Entre otras lecturas, estos últimos años me he aficionado especialmente a las novelas históricas. Ya me he leído las diez publicadas por Santiago Posteguillo (la trilogía de Escipión, la trilogía de Trajano, la “dilogía” de Julia y de momento los dos primeros libros de la serie de Julio César) y los ocho de Ken Follett (la pentalogía de Los pilares de la Tierra y la trilogía del siglo XX). No cuento Nunca, de este mismo autor, porque está ambientada en el presente. También he leído novelas históricas de Javier Moro o de Julia Navarro, entre otros, algo menos best sellers que las anteriores mencionadas, pero más interesantes.
Las novelas históricas best sellers son un producto directamente pensado para ser vendido de manera masiva, como la Coca-Cola. El interés que tienen reside en su intriga y en su buena presentación de una época pasada.
No cabe duda de que la documentación histórica es buena. No obstante, no basta con presentar una buena reconstrucción de una sociedad pasada para convertirse en best seller. Los editores saben muy bien lo que busca el público: no solo reconstrucción histórica e intriga, ya lo he dicho, sino también buenas dosis de violencia, sexo, feminismo, y en el caso de Follett también anticlericalismo, que en la disputa protestantes-católicos del siglo XVI se torna en un inmaduro anticatolicismo/pro-protestantismo, algo ridículo a estas alturas del siglo XXI.
Cuando leo estos libros, en una primera impresión, creo estar en la Roma de hace dos mil años o en la Inglaterra de hace mil. Es fascinante. No obstante, a medida que avanzo en la lectura, me sorprenden las similitudes con el tiempo presente. Los personajes de aquel tiempo reaccionaban y hablaban como muchas personas del tiempo presente.
Eso facilita la lectura; ayuda a comprender la historia, como cuando haces un viaje turístico a un país muy distinto del tuyo, pero te alojas en un hotel de estilo netamente occidental: en ese país tan distinto, ese hotel tan occidental te ayuda a no desubicarte excesivamente, lo cual es contradictorio, porque ¿para qué ir tan lejos a conocer un país distinto si te alojas en un hotel idéntico a los de tu propio país? ¿Dónde está la novedad?
En ocasiones, he leído novelas históricas escritas hace mucho tiempo. Por ejemplo, leí Ben-Hur, de Lewis Wallace, de 1880. La historia (bien llevada al cine por William Wyler) está ambientada en la Antigüedad romana, como las de Posteguillo, y sin embargo no se parece en nada a las obras del autor valenciano.
Lo que ocurre es que las novelas históricas nos hablan tanto de nuestro presente histórico como de la época pasada, o incluso más. Más que traer el pasado al relato, atraen al lector. Le dan lo que busca: en el caso de Follett, ambientación histórica, intriga, violencia, sexo, feminismo, anticlericalismo, etc.
Por ello, las novelas históricas, más que una ventana al pasado, son un espejo del presente.
Seguiré, espero.
*Teólogo. Académico e investigador de la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México