Además de la narcoviolencia, los homicidios y desapariciones, en México se vive una perniciosa cultura meritocrática y agresiva, de idolatría hacia los ‘exitosos’, con potentes rasgos de superioridad y desprecio; y, sobre todo, de deshumanización del prójimo. En este contexto se ha hecho tristemente atractivo, hegemónico y casi natural el camino de la criminalidad y la violencia para miles de jóvenes en el país.
Por ello adquiere un valor tanto pragmático como trascendental el reciente estudio del doctor Barragán Bórquez, investigador de la Universidad de Sonora, en el que explora los discursos y la realidad social de jóvenes varones en Guaymas –una de las ciudades con las tasas más altas de homicidios y desapariciones del país– y que, en lugar de preguntarse qué es lo que les lleva a los jóvenes a delinquir o a sumarse a las filas del crimen, se enfoca en explorar dónde está el sustento racional y afectivo para que resistan a la cultura de violencia y eviten ser seducidos por la cultura narca y criminal.
Los resultados de la investigación son sugerentes: lo primordial es que la familia es la principal trinchera moral de los jóvenes. Y la relevancia familiar no sólo se reduce a la presencia paterna y materna –y sus singulares aportaciones complementarias– sino la práctica socializadora del núcleo familiar: Que los padres sean figuras de apoyo; que los ejemplos cotidianos refuercen la importancia del trabajo y la educación; y que se dialogue empáticamente sobre las consecuencias del mal, del delito y del éxito ‘fácil’.
Barragán entrevistó a diez hombres entre 17 y 43 años que crecieron en colonias marcadas por la violencia. Sus testimonios revelan que la 'decisión' de no delinquir no es un acto aislado, sino el resultado de un entramado de apoyos, valores y aprendizajes que comienza en la familia y se extiende a la escuela, los amigos y la comunidad. Uno de los entrevistados lo resumió así: “Tiene que ver mucho la familia... donde te desenvuelves, es el seno principal de valores. No es ni la escuela, ni la iglesia: es la familia” (Informante 05).
En el fondo, la formación de “masculinidades convencionales” enfocadas en el trabajo, la educación, el respeto por la vida y las tradiciones de convivencia familiar cotidiana parecen configurar un tipo de resistencia, una forma de pensar que los distancia de modelos de masculinidad agresivos, violentos, exitistas y vinculados al crimen.
Los jóvenes que no se dejan seducir por el ‘éxito’ del crimen o el narco distinguen con claridad las consecuencias negativas de los actos ilícitos; también diferencian el “buen vivir” (un modesto, satisfactorio y sencillo estilo de vida producto del trabajo, la educación y la mesura) de la “vida fácil” (orientada a la ganancia máxima, vertiginosa, arriesgada y utilitaria); y suelen construir una identidad no delictiva a través del trabajo, la educación, el deporte, las artes y otras actividades recreativas.
El estudio revela que la no participación en el crimen no es una simple "decisión personal", sino el resultado de un proceso social complejo que involucra primordialmente a la familia, la escuela, las redes de apoyo comunitario y la socialización moral. Las conclusiones del análisis no lo mencionan directamente pero se interpreta que, al menos para los jóvenes entrevistados, la educación mediante apercibimientos o amenazas moralizantes no tiene tanto impacto como el ejemplo, la vigilancia, la corrección amorosa e, incluso, las sanciones justificadas y proporcionales que suceden en el seno familiar
Hay un aspecto interesante que aborda también el estudio y es la perspectiva sobre el triunfo inmediatista, el éxito económico y el prestigio fugaz: El dinero fácil tiene un costo demasiado alto.
La convicción personal de asumir la pobreza y sus desafíos, antes de buscar riquezas manchadas de sangre o a costa de su propia dignidad, tranquilidad y paz se deriva en parte por los testimonios funestos de sus coetáneos (el miedo a ‘terminar mal’) pero principalmente se sustenta en el ejemplo inmediato de sus propios padres, madres y abuelos; de una formación familiar que no alienta una hombría ligada al pavoneo, la agresividad o la violencia, que no glorifica el poder, la altanería o la trasgresión pendenciera. Por el contrario: que educa en una masculinidad basada en responsabilidad, el cuidado de los hijos, la vida sencilla, modesta y tranquila.
Este estudio –y otros que buscan motivos de esperanza más que la justificación de los apocalípticos de siempre– marca por lo menos una guía de pensamiento importante para la construcción cultural social y para las políticas públicas en México.
Al reconocer que la espiral de violencia y crimen no se combatirá sólo con políticas de seguridad o ‘atacando las causas de la pobreza y la marginación’; sino que se requiere invertir en procesos que sostienen la convivencia familiar y apoyar a procesos educativos, deportivos y culturales formales e informales a ras de suelo. Pero, sobre todo, se requiere desmitificar las narrativas que glorifican el éxito, que idolatran la meritocracia y exaltan la persecución del triunfo a toda costa: porque ganar (dinero, prestigio, bienes) a costa de explotar o someter al prójimo o a costa de la propia dignidad personal es una ruta que ahonda el abismo de la violencia. Hay que aprender de estos hombres que nos demuestran que, incluso en los contextos más hostiles, es posible construir identidades que dignifiquen la vida propia y la ajena.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe

