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O Opinión

'Fratelli tutti', por una fraternidad plena y positiva

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Este próximo 3 de octubre, la víspera del día de San Francisco de Asís, el papa Francisco firmará su tercera encíclica que ya lleva por nombre “Fratelli tutti” (Hermanos todos). Para quienes han seguido los mensajes del pontífice latinoamericano saben que la fraternidad es un tema recurrente en sus reflexiones; principalmente como una exhortación ética y moral ante los desafíos cotidianos de la humanidad.

De hecho, el primer mensaje de Francisco para celebrar la Jornada Mundial de la Paz (lo escribió a finales del 2013) estuvo dedicado a la “fraternidad, fundamento y camino para la paz”. En aquel mensaje, Bergoglio insistió en que todos los pueblos y naciones del orbe siempre han constituido “una unidad” y comparten “un destino común”.

La fraternidad, para el pontífice, es una experiencia que colabora con la paz, que combate la pobreza, que propone una sana economía y protege a la naturaleza. En contraposición, la corrupción, la injusticia y el egoísmo aniquilan la fraternidad y, sin ella, es la propia humanidad la que pierde sentido, misión y trascendencia. Pero la fraternidad no es un sentimiento simple, ni siquiera al alcance de las solas fuerzas o voluntades de las personas: tiene una dimensión de trascendencia en el concepto de la ‘paternidad común’. Francisco explicó en aquel mensaje: “Una verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse prójimo que se preocupa por el otro”.

Han pasado siete años de aquel mensaje, pero bastaron sólo diez meses de pandemia para obligar a toda la humanidad a reflexionar bajo nuevos criterios los desafíos de la especie humana. Para muchos, la fraternidad se ha tornado un bien casi un inasible cuando se normalizó el aislamiento, el cierre de fronteras o la distancia social. Muchos se preguntan cómo se puede ser fraterno o solidario cuando la interacción está limitada; cómo es posible ‘hacerse prójimo’ cuando la proximidad está contaminada por el temor y la desconfianza; cómo es factible la fraternidad cuando el dolor y el sufrimiento se recrudecen en el silencio y la soledad.

La fraternidad, ha explicado el pontífice en su ciclo de catequesis en medio de la pandemia, tiene expresiones positivas en el encuentro personal, familiar, comunitario y social: desde el cuidado cercano de quien lo necesita; el reconocimiento y la solidaridad con las periferias materiales y existenciales; pero, sobre todo, cuando se afrontan e intentan remediar las distancias entre las ventajas y desventajas sistémicas de las personas y los pueblos:

“Unos pocos muy ricos poseen más que todo el resto de la humanidad… es una injusticia que clama al cielo… Algunas naciones poderosas pueden emitir moneda para afrontar la emergencia, mientras que para otras esto significaría hipotecar el futuro”, apuntaba el Papa en agosto pasado y exhortaba a erradicar “el pecado de querer poseer y dominar a los hermanos y hermanas, la naturaleza y al mismo Dios”.

Sin embargo, la fraternidad, en medio de una crisis profunda, parece un lujo prescindible o una búsqueda secundaria. En la reciente Asamblea General de las Naciones Unidas (que conmemoraba los 75 años de la existencia de la ONU), los mandatarios de casi todas las naciones eludieron el tema de la fraternidad universal justamente por abordar los problemas aparentemente más urgentes: la vacunación, la crisis económica, las sanciones internacionales, la seguridad fronteriza. Además, casi todos los dirigentes antepusieron sus discursos autorreferenciales, sus intereses nacionales o de grupo por encima del bien común planetario. Sólo el papa Francisco criticó las “actitudes de autosuficiencia, nacionalismo, proteccionismo, individualismo y aislamiento” que ha despertado la larga y funesta sombra de la pandemia.

De muchas maneras se ha explicado que la propia crisis sanitaria ha ‘hermanado’ a la humanidad; ha puesto a todos sus pueblos, culturas y sociedades bajo el mismo riesgo viral; ha sometido a todas las naciones al mismo estrés institucional para atender los efectos del COVID; y ha forzado a la mirada del mundo a pensar en el obstáculo más inmediato en lugar de explorar la vastedad del horizonte.

Pero es una terrible imagen que el mal y la enfermedad sean las fuentes de la fraternidad. Una sociedad que se une bajo el miedo y la zozobra compartidas no podrá sino mirar hasta donde el tiento de su mano alcance. Decía Emerson: “Un ojo saludable exige horizonte. Nunca estamos tan cansados si aún podemos ver suficientemente lejos”.

Quizá ese sea el sentido del llamado del pontífice: ser todos hermanos, pero también vivir todo el espectro de la hermandad humana. Puesto que hay una fraternidad que acompaña en la penumbra del desasosiego y una fraternidad que posa su mirada en la esperanza de un mundo renovado, pleno, justo, abierto a un futuro mejor. Y ambas son imprescindibles.