Cada 8 de septiembre, la Iglesia católica celebra la Natividad de la Virgen María. Se trata de una fiesta mariana desarrollada en la tradición de las comunidades cristianas más antiguas. Aunque los evangelios canónicos tienen pocas referencias sobre el nacimiento de María Madre de Jesús, buena parte de esta tradición mariológica fue alimentada por el Protoevangelio de Santiago (texto apócrifo del siglo II). En él se dan detalles de su concepción milagrosa, puesto que sus padres, Joaquín y Ana, eran estériles y ya ancianos; también se afirma que, por esa razón, la consagraron al servicio de Dios.
Algunos estudios aseguran que el origen de la festividad se remonta al siglo IV con la dedicación de la Basílica de Santa Ana en Jerusalén, erigida donde se cree estuvo la casa de los padres de María. Con la difusión de la devoción se estableció posteriormente el 8 de septiembre como la fiesta fija pues coincide con nueve meses después de la celebración de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre), creando así un paralelismo litúrgico con el ciclo de la Encarnación.
Esta devoción explica cómo María “entró en este mundo sin pecado por el privilegio de la Inmaculada Concepción y es, por ello, la primogénita de los redimidos” y por ello a lo largo de los siglos, los católicos han expresado de diversas formas el sentido de la devoción. En el pasado se denominaba al 8 de septiembre como el ‘Origo Mundi Melioris’ (el comienzo de un mundo mejor); también el papa Paulo VI aseguró que esta devoción a la Natividad de María podía considerarse el “amanecer de nuestra salvación” o la “aurora que anuncia el sol de la Redención”.
En México, la devoción a la Natividad de María ha crecido a través de la imagen de la “Divina Infantita”; una imagen de bulto que surgió de una visión de sor Magdalena de San José en el Convento de San José de Gracia, en la capital de la República. En otras localidades, la devoción ha sido heredada por las estatuillas de cera extremeñas o provenientes del norte de Italia.
Pero su principal promoción proviene del siglo pasado a través de la Pía Unión de Esclavos de la Divina Infantita y del Instituto de los Misioneros de la Natividad de María, obra mexicana de la que han emergido varias vocaciones sacerdotales y algunos obispos.
En la actualidad, la figura del nacimiento de María ofrece un potente símbolo para repensar la maternidad contemporánea. Hoy se habla de la maternidad casi como una ‘condena’ o como la ‘claudicación’ de la individualidad y del proyecto de vida de las mujeres; sin embargo, la maternidad —esperada, protegida y valorada— sí puede erigirse como modelo de proyecto personal de desarrollo en plenitud. La tradición católica describe cómo Ana y Joaquín acogieron su maternidad tardía como don, educando a María en un ambiente de fe y cuidado que permitió florecer su vocación única.
Hoy, sin embargo, es un hecho que las madres enfrentan tanto deficiencias estructurales para su desarrollo como estigmas sociales provenientes de ideologías que equiparan la maternidad con un estado indeseable.
Por una parte, hacen falta espacios y servicios (médicos, psicológicos, asistenciales y de integración comunitaria) para vivir un embarazo lo más tranquilo y sano posible; por otro, la precariedad de las condiciones laborales y trabajos no remunerados también afectan la confianza de mujeres en vivir no sólo el embarazo sino la primera infancia de sus hijos. En esto, se requiere una corresponsabilidad real de toda la sociedad en su conjunto para que fenómenos como la ansiedad y la depresión sean menos tortuosos para las embarazadas o las madres con hijos pequeños.
Frente a esto, la Natividad de María invita valorar los cuidados de la madre y el bebé como eje del bienestar social, exigiendo políticas que apoyen la maternidad (redes de apoyo, licencias adecuadas y acceso a salud mental; desestigmatizar la maternidad como una circunstancia negativa en la vida de las mujeres; y promover una maternidad elegida y saludable, donde el autocuidado y el desarrollo personal no sean vistos como opuestos, sino como complementarios.
En el umbral de su fiesta, María nos interpela a construir una sociedad donde toda maternidad pueda vivirse como plenitud y no como renuncia; donde el cuidado sea reconocido como columna vertebral de la comunidad; y donde ninguna mujer tenga que elegir entre su realización personal y su vocación al amor.