La Organización de Naciones Unidas (ONU) fue fundada en el hotel Fairmont de San Francisco, California, el 25 de junio de 1945, pronto hará ochenta años. La Segunda Guerra Mundial ya había terminado en Europa, pero aún le quedaba mes y medio más en el Pacífico. La idea fue crear una estructura internacional, con el apoyo del mayor número posible de países, para garantizar la paz y la seguridad en el planeta tras la horrible experiencia de las dos guerras mundiales.
Era la nueva versión de la Sociedad de Naciones, fundada el 28 de junio de 1919, tras la Primera Guerra Mundial, en el Tratado de Versalles, y que sería definitivamente disuelta el 18 de abril de 1946. No cabe duda de que hay que reconocerle logros importantes a la ONU, sin duda, el más importante y mediático, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, así como otras declaraciones y mediaciones en favor de la paz en lugares de conflicto bélico. Sin embargo, la ONU tiene, como mínimo, dos pecados originales que la hacen demasiado ineficiente incluso ochenta años después de su fundación:
En primer lugar, el hecho de que responda al mundo de 1945, esto es, al del final de la Segunda Guerra Mundial. De ahí, que solo haya cinco países con derecho de veto en el Consejo de Seguridad, a saber, Estados Unidos, Unión Soviética (hoy, Rusia), China (hasta 1971, la República de China [hoy, en Taiwán], y desde ese año, la República Popular China), Reino Unido y Francia, los cinco vencedores oficiales de aquella guerra.
Estos cinco países son los únicos miembros permanentes de ese Consejo; los demás se van alternando por turnos y no tienen derecho de veto. Cualquier resolución de Naciones Unidas, por importante y humanitaria que sea, puede ser vetada por uno solo de estos cinco, y el resto de los 193 países miembros de la ONU no puede hacer nada por impedirlo.
Solo Estados Unidos ha vetado más de 85 resoluciones en estos ochenta años (o sea, en promedio, una cada año), de las cuales la mitad han sido en favor de Israel y contra Palestina. Rusia (contando la antigua Unión Soviética), muchas más: 128 (en promedio, una cada año y medio). China: 16 (una cada cinco años).
Y en segundo lugar, la ONU tiene un poder político muy limitado. Dentro de ese poder, la ONU puede declarar que alguien está vulnerando la legalidad internacional e incluso autorizar el uso de la fuerza en su contra, esto es, decidir cuándo el uso de la fuerza se va a considerar legal según el derecho internacional.
El problema reside en que ese poder está supeditado al ya mencionado derecho de veto. La ONU es un castillo de naipes de 193 cartas, en el que basta con que retiremos una de abajo para que se desmorone. La mayoría de los 193 países de la Asamblea General puede decidir lo que le parezca más oportuno, pero si solo uno de los cinco países con derecho de veto del Consejo de Seguridad dice que no, la decisión queda bloqueada.
Ahí estamos, en manos de Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido. Por ello, el valor de la ONU reside en ser un foro de diálogo, de búsqueda de consensos internacionales, pero cualquier país del mundo puede desatender las resoluciones de la ONU sin despeinarse, siempre y cuando cuente con el apoyo de uno de los cinco.
La lista de resoluciones incumplidas por Israel es larga. Tampoco las dictaduras de uno u otro color han hecho caso a Naciones Unidas. Por si esto fuera poco, el papel de los cascos azules en Ruanda durante el genocidio tutsi de 1994 o durante la guerra de la ex Yugoslavia en los años noventa fue penoso, tal como explica Paul Rusesabagina en su libro Un hombre corriente, de 2006 (su historia ya había inspirado la película Hotel Ruanda [2004], de Terry George), acerca del genocidio ruandés, que se cobraría unas 800.000 víctimas. En Gaza, los cascos azules ni están ni se les espera.
El entonces secretario general, el ghanés Kofi Annan, propuso a inicios de este siglo una reforma de Naciones Unidas orientada a crear una estructura verdaderamente política y democrática. La Administración Bush le retiró la confianza. Varios think tanks del mundo aportaron ideas para dar respuesta a esa llamada de Annan.
Participé en uno de ellos, el grupo catalán del tt30 del Club de Roma, en el que publicamos una propuesta de reforma inspirada en la Unión Europea, con nueve estructuras políticas regionales que abarcaban todo el planeta y una mundial. Nuestra propuesta está publicada bajo el título Gobernabilidad democrática global. Propuesta de organización institucional (Barcelona, Raima, 2007). Fuimos una voz en el desierto.
De un modo u otro, ochenta años después de su fundación, hay que darse cuenta de que la ONU debe ser reformada para ser democrática y operativa. Debería refundarse como un club en el que solo pudieran participar aquellos países con unos mínimos de respeto de los derechos humanos: democracia, libertades, desarrollo humano. Y los acuerdos adquiridos deberían ser vinculantes. No estarían todos los países del mundo, pero los que no fueran miembros acabarían queriendo entrar.
Porque lo que resulta a todas luces indignante, siguiendo lo dicho en mi Pensamiento Sabático 25 (“Gaza”), es que Naciones Unidas no sea capaz de resolver un conflicto en un territorio de 365 km2 debido al derecho de veto de solo cinco países de un total de 193. Los recursos financieros de la ONU para este año fiscal de 2025 son de 3,720 millones de dólares (para algunos, muy poco). Personalmente considero que es mucha inversión para tan pocos resultados. Sin duda, mejor esta ONU que nada, pero eso no la convierte ni en buena ni en eficiente. Hay que reformarla para poder hablar de una institución buena y eficiente.
Seguiré, espero.
*Teólogo. Académico e investigador de la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México