Ethan, feliz.
Mi nieto extendió los brazos sonriente mientras me espetaba estas dos bellas palabras, que nunca le había escuchado. Cargaba entre sus dedos pequeños un auto que me enseñó a tres centímetros de mis ojos miopes al tiempo que me decía “rojo” sin dejar esa sonrisa que derrite.
Luego de sentarme en el piso para observar cómo el carrito rojo recorría los dos metros antes de voltearse por entre los escalones, mi nieto siempre sonriente me lo volvió a decir.
Ethan, feliz.
Y sí. Estaba feliz. Respiraba felicidad. Me abrazó otra vez cuando fui por su carro rojo y se lo devolví con un ruido que ni los efectos especiales de Rápido y Furioso podrían repetir. Allí nos quedamos, abuelo y nieto, largos minutos mientras iba y venía con un carrito sencillo, rojo para mayor identificación.
Antes de su visita había sacado de no sé dónde la vuvuzela, que me impidieron usar en un partido de volibol entre la URN y la UdeG hace seis años mientras el profe Lamas se reía de mí porque nunca pensó que fuera hacer yo tanto ruido que tuvo que enviar a un joven para callarme porque no dejaba concentrarse ni a los árbitros ni a los jugadores.
Decía que había alistado la vuvuzela para mostrársela a Ethan. Cuando soplé, la vuvuzela soltó un ruido tan extraño que abuelo y nieto interrumpieron la solemnidad de aquella tarde sabatina con una fuerte y prolongada carcajada.
Ethan ya no soltó la vuvuzela. Rápido, aprendió a soplar de diferentes formas para que del instrumento, rojo para mayor identificación, emergieran los más extraños sonidos desafinados.
Ethan, feliz.
Fue una tarde noche inolvidable, en la que descubrí que mis energías ya no empatan a las energías de un niño que con sus brazos extendidos apenas alcanzan a tocar mis hombros, pero que solo con su sonrisa abraza mi alma y me eleva a las alturas para descubrir un atisbo de paraíso.
Fernando, feliz.
La mañana siguiente con la sonrisa dibujada en mi rostro, buscando un libro sobre la persecución religiosa se cayó un libro del segundo entrepaño del librero principal de la sala de televisión. Nunca un título tan exacto para el momento. La alta rentabilidad de la felicidad, de David Fischman.
Fue el primer libro que leí en el encierro al que nos arrastró la pandemia hace cinco años.
Después de definir a la felicidad como “el sentimiento que se deriva de tener emociones positivas o de estar satisfechos con nuestras vidas”, el autor confirma que “la felicidad no se encuentra en la meta, sino en el camino hacia ella”, además de que “requiere de trabajo y esfuerzo para traerla a nuestras vidas”, y que “hay que ganarla y disfrutarla día a día, al contado y no esperar que la cobremos a crédito”.
Aunque es un libro de superación personal, disfruté su lectura. Ya he dicho que este género de lectura y su servidor tienen una larga cadena de desencuentros que impiden que uno y otro se hablen. Sin embargo, La alta rentabilidad de la felicidad hizo una pequeña excepción.
Fischman afirma que según las estadísticas, las personas más felices son más longevas, más sanas, tienen mejores relaciones matrimoniales y muestran más tolerancia al dolor. “Ser feliz es como tener el viento a tu favor cuando corres la carretera de la vida. No te garantiza el éxito, pero te ayuda”.
Interesante el capítulo sobre la relación que tiene la felicidad y el dinero. No digo que el autor tenga la última razón en este tema, pero si lo asume de una manera muy responsable. “El dinero ofrece felicidad en la medida en que ayuda a satisfacer las necesidades básicas, pero una vez satisfechas, ella no aumenta”, dice Fischman. Lo confirma mediante una fórmula que explicada podría expresarse como el componente de la felicidad es igual a lo que tienes entre lo que deseas. Como diría el clásico: interesante.
Me parece que algunos temas se soslayan y a otros le falta mayor profundidad. Creo. Pero los que asume son bien tratados. Creo. En este sentido, tengo la certeza junto con el autor de que la felicidad no es una meta, sino un camino que debe transitarse con sencillez, pero con esfuerzo y trabajo.
Además de que si caminos junto con otros ese sendero que es la felicidad podemos experimentarla más fácilmente. “Como muestra la historia, si hacemos el servicio centrados en nosotros y lo usamos para alardear de nuestras buenas obras y buscamos ser reconocidos como personas ‘bondadosas’, éste pierde parte de su efecto en la felicidad. El servicio que nos hace más felices es el verdaderamente desinteresado”.
Como es obvio suponer, el libro incluye mucho más de lo que puedo aquí describir. Pero es necesario que diga que la siguiente frase concuerda totalmente con lo que siempre he pensado.
“Aprender a ser más feliz es aprender a vivir más en el presente y disfrutar los placeres cotidianos que nos regala la vida”.
Por ello, disfruté tanto estar sentado en el piso de la sala mientras el carrito, rojo para mayor identificación, caía por entre los escalones, mientras Ethan le sacaba un do de pecho a la vuvuzela, roja para mayor identificación.
Ethan, feliz.
Fernando, mucho más feliz.
Y mientras espero al ganador del Premio Nobel de Literatura de este año, no dejo de anunciarles que ¡hay vida!
Ojalá la ganadora sea Susanna Tamaro. Díficil, para Cristina Rivera Garza.
Nos leemos la próxima.