Ciudad de México.- Una de las tradiciones populares de México más vistosas y reconocidas en el mundo es la celebración del 'Día de Muertos'; un conjunto muy rico y diverso de actos, ofrendas, gestos y ritualizaciones que hacen converger elementos prehispánicos y católicos para "celebrar" la memoria de los muertos. Sin embargo, esta tradición aún tiene historias poco conocidas sobre su origen, sus cambios y su popularización.
A lo largo y ancho del país, las familias mexicanas preparan ofrendas en sus hogares con antelación para la celebración del 'Día de Muertos' con adornos alusivos a la muerte y a la cotidianidad de la existencia después de la vida; no sólo con figuras representativas a calaveras o 'calacas' sino con flores de cempasúchil, comida, frutas, velas, dulces, alcohol y demás artefactos pequeños con los que recuerdan a sus seres queridos fallecidos quienes son los homenajeados con su fotografía y una vela.
El 'Día de Muertos' además conjuga otros actos sociales o comunitarios como la celebración de la Fiesta de Todos los Santos y los Fieles Difuntos en la Iglesia católica (1 y 2 de noviembre), el adorno de los panteones donde la gente acude a visitar a sus 'muertitos', los senderos sembrados de pétalos de flores para 'iluminar' el camino de las almas desde el más allá hasta los hogares o los cementerios, y un largo etcétera.
Ya entrados en el siglo XXI ha crecido la costumbre que la gente se disfrace de 'calaverita' o se ponga maquillaje simulando a un Catrín o una Catrina, que son personajes creados en viñetas editoriales a inicio del siglo XX (en el contexto de la Revolución mexicana), con los cuales se aludía a esa particular actitud de los mexicanos frente a la muerte.
Sin embargo, gracias al trabajo de investigación de destacados paleógrafos historiadores, se intuye que la tradición de adornar y llevar flores a los panteones en los primeros días de noviembre no siempre ha sido tan popular como se piensa.
Según una carta de 1884 del cura párroco del hoy ex convento de San Juan Evangelista en Culhuacán, Ciudad de México, al entonces arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, los fieles de la región al sur de la capital no tenían una actitud realmente reverencial a los muertos, en su relato asegura que "nadie se paraba en los cementerios" para honrar a sus deudos.
La región de Culhuacán se encuentra a las faldas del Cerro de la Estrella y perteneció a uno de los asentamientos prehispánicos más importantes de la época del imperialismo azteca; tras la Conquista y hasta el México Independiente, el pueblo mantuvo su relevancia geográfica (un gran cerro en medio del agua) por su vinculación con Iztapalapa y Mexicaltzingo.
La evangelización de esos pobladores pasó por el sincretismo religioso respecto a las fiestas del tlallocan prehispánico o el recinto paradisiaco de Tláloc que recompensa a los ancestros dignos. Es decir, que la siempre estuvo vinculada a reconocer y celebrar la trascendencia de la vida y la muerte.
Con la construcción del convento agustino de San Juan Evangelista en el siglo XVI, se propició parte del crecimiento y la identidad de los poblados aledaños que, incluso hasta la fecha se reconocen como "Los Culhuacanes". El Convento sirvió de centro religioso, de enseñanza en lenguas, artes y oficios, hasta la salida de los agustinos en 1756. El resto del siglo XVIII y hasta antes de la desamortización de los bienes del clero, el Convento llegó a fungir como casa parroquial. Es de ese periodo de donde proviene la carta del párroco de Culhuacán a su arzobispo quien se queja de los "pocos frutos espirituales del pueblo" que "adictos a un liberalismo y protestantismo", dejaron de tener atención para los muertos.
En efecto, el cura párroco le escribe a su arzobispo lamentando el "tan poco fruto espiritual" en la región "porque el pueblo fue muy adicto al liberalismo, han seguido al protestantismo". Y dice que, por haberse perdido de la doctrina cristiana, los pueblos de Culhacán habían "caído en el indiferentismo". Al punto de que la gente ya no acudía al cementerio (el principal, ubicado al costado del Convento) para recordar a sus seres queridos.
El cura, sin embargo, declara a Labastida y Dávalos: "Logré hacer que en la conmemoración de los fieles difuntos adornaran los sepulcros de sus deudos, pues antes nadie se paraba en los cementerios".
La carta de 1884 revela además los trabajos del cura párroco para mantener el culto católico en medio de los poblados que poco a poco abandonaban sus tradiciones por seguir las modas del liberalismo político mexicano.
El sacerdote también explica cómo, en un contexto donde comenzó a crecer la diversidad religiosa (destaca cómo debía convivir y dialogar con las nuevas comunidades protestantes) fue importante mantener la libertad de expresar en los espacios externos, el culto cristiano católico que simbolizaba tanto la tradición como el sentido de la fe.
Y una de esas manifestaciones era justamente que el 1 y 2 de noviembre, los fieles católicos -y algunos ya no tan devotos cristianos- acudieran a los panteones donde se encontraban sus ancestros y celebraran con adornos y flores.
Hoy, la celebración del 'Día de Muertos' no se circunscribe a los fieles católicos sino que, la mayoría de los mexicanos, independientemente de sus convicciones religiosas, participa de uno o varios rituales que reconocen la tradición y la cultura mexicana.